Entré a un hospital particular a las siete de la
noche. Tuve un dolor en la espalda parecido al de una piedra renal. El camino
en el taxi estuvo muy movido; me aferré a la puerta soportando cada bache y el rugido
enfermo del motor. Mi madre me acompañó y le repitió mi papá la dirección del
hospital por el teléfono. Yo sólo quise llegar pronto.
Quince minutos después de
esperar las firmas relacionadas con el seguro, ingresé a urgencias. Nada
cambió: las mismas paredes, los mismos mosaicos azules que combinan con los
trajes de los enfermeros. Luego de que me revisaron unos cuantos doctores en el
consultorio, me quité la ropa salvo la interior, me puse la bata y me acostaron
en la camilla para mandarme a la misma sección de cuando me dio una piedra
renal hace casi seis años.
Por toda mi estancia viví lo
que llamo la semana de los internistas. Todos eran jóvenes: desde los médicos y
doctores hasta las enfermeras y ayudantes. Le dieron a uno de ellos el trabajo
de inyectarme la aguja intravenosa. Aún si le dijeron cómo, no le salió en mi
mano izquierda. Me puse muy nervioso y eso dificultó la inyección siguiente que
otra enfermera me puso. Dejé unas lágrimas platicándole a uno de los enfermeros
cómo es que hace más de una década, mientras jugábamos en una consola, un primo
se tropezó con un cable y tiró la televisión.
Me llevaron a una tomografía
y después esperé mucho. Demasiado. Al parecer se toman dos horas para que pueda
internarme a un cuarto. El analgésico, la mayor razón por la que vine, todavía
no quitaba el dolor. Tenía que preferir entre el dolor punzante en la espalda y
el ardor en la mano.
No hay mucho qué decir
cuando me internaron, más que el cuarto era acogedor. Un sofá, sillón y baño
rodeaban la cama. Era como estar en un hotel con un tubo en la mano.
En los siguientes tres días
me hicieron pruebas para ver si era hepatitis u otro mal. Dos ultrasonidos en
dos días. En ambos tardaron más en llevarme y traerme de vuelta que en la
prueba en sí. Cada mañana no pude comer porque afectarían las pruebas, así que
la comida y la cena me parecieron ricas, a pesar de que su selección era
cuestionable.
Cada día vinieron tías y
tíos para platicar con mi mamá. Por petición quise que mi primo viniera a
visitarme porque le quedaban pocos días hasta que regresara a Guanajuato. Lo
hizo: me reí mucho con él y me lastimé la garganta.
Los resultados marcaron que eran
piedras en la vesícula. Me hicieron una endoscopía y luego me llevaron a
cirugía el mismo día. A parecer la cirujana y el anestesista regañaban a los
demás por la lentitud: tardaron quince minutos en empezar. Juro que me desperté
en medio de la prueba: sentí el tubo en mi garganta. Me faltó la respiración y
de repente desperté con un dolor horrible dentro de mi boca y con muchas ganas
de ir al baño. Tuve que pedir el “pato” cada cinco minutos porque no podía
parar; me disculpaba a cada momento.
La cirugía fue igual: chistes
sarcásticos del anestesista. Cuando desperté tuve el mismo dolor y las mismas
ganas de ir al baño, ahora con una mascarilla de oxígeno en mi boca y unos
calcetines que me hicieron sudar un montón, en especial porque el cuarto no
tuvo mucha ventilación. Me llevaron de vuelta para dormir a cada momento por la
anestesia. Simplemente quise que todo terminara. Entre ver adormilado una
película de Adam Sandler y sentir el beso de mi padre en la frente, no podía
dejar de orinar en el “pato”.
Cuando me levantaron para
bañarme al día siguiente, sentí el peso de la noche anterior clavada en todo mi
torso por un instante. Después fue un progreso lento, pero constante de caminar
y levantarme solo. Me encariñé mucho con una de las enfermeras porque parecía
que le gustaba. Creo que le gustan los jóvenes.
No puedo decir mucho más
porque todo fue una larga espera a que pase algo interesante salvo por una
queja mayor. Hay una comunicación bastante cuestionable entre los departamentos
o pisos porque es imposible que el primer alimento, luego de casi tres días de
ayuno, fueran dos jugos de manzana ácidos, y un día después un sándwich de
jamón. Sentí un apretón en mi estómago apenas tomé un pequeño trago de agua;
imaginen cómo sentí lo demás. Me fijé que la comida es horrible: un sándwich de
pollo con la grasa todavía en ella; el arroz sin sabor que tiene maíz como
prueba de autenticidad; los jugos que ya mejor los hubieran dado en su cajita Tetrapak. No me sorprende que casi al
final de mi salida me sintiera decepcionado por los que deben tener
enfermedades estomacales peores que los míos.
Lo último fue otra larga
espera para salir. Entre firmar más papeles y un pago incorrecto de un
electrocardiograma, al final tardaron todo el día para que saliera. Antes de
que nos dieran de alta, firmamos un papel con una encuesta donde calificamos
todo como alto. Después de dárnoslo tardaron 6 horas en dejarnos salir. Ahora
ya veo por qué nos lo dieron antes de que me fuera.
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