lunes, 27 de abril de 2015

Una crónica barraganiana

Una visita a la casa de Luis Barragán, célebre arquitecto mexicano
Por Juan Pablo Ramos

                         Y este Barragán ¿qué tendrá?
Que al conjuro de su nombre
viene a ver sus obras
arquitectos y artistas
de todo el orbe.* 

Confieso declarándome un neófito en cuestiones de arquitectura. Y sin embargo, es de esta ignorancia de donde emergió la gran revelación que me produjo la arquitectura de Luis Barragán (1902-1988), especialmente a partir de la visita a su casa, construida en 1947, en la colonia Tacubaya. En medio de este escenario gris, parduzco, desangelado, se encuentra uno de los hitos de la arquitectura moderna en México. No se trata solamente de inspeccionar fríamente la casa y sus partes, sino también de imaginar las posibilidades poéticas del espacio (como pensaría Bachelard); de imaginar la casa siendo usada por su dueño; de imaginar la casa siendo, como en el filme Fitzcarraldo, ambiciosamente construida.
La casa es un espacio complejo, cargado de misterios, símbolos, funciones y disfunciones. Explorarla se convierte en un reto, en una experiencia para cualquier persona, sepa o no de arquitectura. Ni siquiera cuando se está en el vestíbulo de la casa (que abren discretamente los encargados, casi como si se tratara de la reunión secreta de una logia), se tiene la sospecha de lo fascinante de este recinto. Y después, la puerta que conduce a la casa como tal, nos insinúa ese talante atmosférico del lugar. Si los espacios son limpios y rectilíneos, es mediante el uso de las luces, muchas veces indirecta, que el espacio adquiere dinamismo. En este espacio aislado, además, cada objeto, así como su posición y su ubicación, acarrea un mensaje secreto.
Del día a la noche, la casa de Barragán es una suerte de reloj de sol. Gracias a la perspectiva que el visitante mantenga, descubrirá cosas nuevas, nuevos órdenes, nuevas figuras. Así, al mediodía, un muro rosa mexicano colorea sutilmente al muro blanco enfrente de él. En efecto, lo que un espectador percibe de inmediato es que entre toda esta disparidad de elementos existe una reconciliación de tradiciones: desde la pintura de Chucho Reyes que influye de forma determinante a Barrágan, hasta los motivos arquitectónicos de las haciendas novohispanas, pasando por las nuevas tendencias de la vanguardia en Europa. Así, de forma análoga, el espacio está enraizado en sus orígenes y delineado por sus modelos, pero es también la erupción de un estilo nunca antes visto (y como una erupción, uno de los materiales que hacen célebre a la edificación es la piedra volcánica). Lezama Lima lo consideraría un plutonismo que funde, en una sola cosa, a todos los fragmentos dispares. Este espacio es el que construiría un rumiante que dilucida cómo reconciliar a todos los elementos de su formación artística: desde la estatuilla de Henry Moore del premio Pritzker, hasta las curiosidades que traía de África. Todo convive en una tensión permanente.
 La austeridad de la casa de Barragán está vinculada perfectamente a sus inquietudes místicas (el visitante atento encontrará, en uno de los estantes de su enorme biblioteca, propia de un rumiante, los Ejercicios espirituales de Loyola). Quizá el espacio más fascinante de la casa sea el cuarto de visitas, que es casi la habitación de un monje. Barragán pensaba que en esta sección sólo iba lo necesario: una cama y un buró. Y arriba, una imagen de una Virgen que vigila al visitante. Las ventanas de este cuarto completamente blanco están inspiradas en el diseño de las puertas de las caballerizas, aportando no sé qué sentimiento de nostalgia de la vida rural, de la vida ascética; y así, el espacio se vuelve eficaz, no sólo para el cuerpo, sino también para, digamos, el ánima, aturdida por la vida en la gran ciudad.
Dentro de este aparente minimalismo, la casa está cargada de enigmas, de elementos que ornamentan para extraviar al espectador. Enormes esferas plateadas que, como espejos convexos, distorsionan al curioso visitante posado frente a ellas, establecen un juego de ilusiones en el que también participan los enormes muros huecos de la casa y el uso excesivo de puertas y biombos, así como una gran escalera de madera que no se usa para subir, sino para poner libros y comer.
Nada nunca se ofrece en su totalidad, ni siquiera un muro plano o un cuadro monocromático como El mensaje de Goeritz, y ya no digamos la terraza, que no es para ver el paisaje, sino el cielo: como en contacto directo, unívoco, con Dios. Todo da la impresión de estar velado, condicionado por una fuerza suprema que es precisamente la cabeza del artífice. ¿Hacia dónde mirar cuando todo es mirable? Fascinado por la naturaleza, que irrumpe agresivamente en el recibidor,  solo un enorme ventanal separa el exótico jardín de la casa, que es también un locus amoenus: la vegetación incita al desorden. De esa forma entran en choque dos naturalezas de distinta índole.

Al salir, lo confieso, todos estos elementos produjeron en mí una fascinación que nunca antes había sentido por la arquitectura. Un extraño impacto. Sobre todo cuando uno se enfrenta otra vez al paisaje de la ciudad, configurado por los intereses de unos cuántos, y valora enormemente esa hora y media gastada en el entorno de un artista tan peculiar, tan imposible de describir, tan lleno de contradicciones.


*Cita extraída del texto de José María Buendía Júlbez en el catálogo editado por Reverte Ediciones en 1996.

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