Una visita a la casa de Luis Barragán, célebre arquitecto mexicano
Por Juan Pablo
Ramos
Y este Barragán ¿qué tendrá?
Que al conjuro de su nombre
viene a ver sus obras
arquitectos y artistas
de todo el orbe.*
Confieso declarándome un neófito en
cuestiones de arquitectura. Y sin embargo, es de esta ignorancia de donde
emergió la gran revelación que me produjo la arquitectura de Luis Barragán (1902-1988),
especialmente a partir de la visita a su casa, construida en 1947, en la colonia
Tacubaya. En medio de este escenario gris, parduzco, desangelado, se encuentra
uno de los hitos de la arquitectura moderna en México. No se trata solamente de
inspeccionar fríamente la casa y sus partes, sino también de imaginar las
posibilidades poéticas del espacio (como pensaría Bachelard); de imaginar la
casa siendo usada por su dueño; de imaginar la casa siendo, como en el filme Fitzcarraldo, ambiciosamente construida.
La casa es un espacio
complejo, cargado de misterios, símbolos, funciones y disfunciones. Explorarla
se convierte en un reto, en una experiencia para cualquier persona, sepa o no
de arquitectura. Ni siquiera cuando se está en el vestíbulo de la casa (que
abren discretamente los encargados, casi como si se tratara de la reunión
secreta de una logia), se tiene la sospecha de lo fascinante de este recinto. Y
después, la puerta que conduce a la casa como tal, nos insinúa ese talante
atmosférico del lugar. Si los espacios son limpios y rectilíneos, es mediante
el uso de las luces, muchas veces indirecta, que el espacio adquiere dinamismo.
En este espacio aislado, además, cada objeto, así como su posición y su
ubicación, acarrea un mensaje secreto.
Del día a la noche, la
casa de Barragán es una suerte de reloj de sol. Gracias a la perspectiva que el
visitante mantenga, descubrirá cosas nuevas, nuevos órdenes, nuevas figuras. Así,
al mediodía, un muro rosa mexicano colorea sutilmente al muro blanco enfrente
de él. En efecto, lo que un espectador percibe de inmediato es que entre toda
esta disparidad de elementos existe una reconciliación de tradiciones: desde la
pintura de Chucho Reyes que influye de forma determinante a Barrágan, hasta los
motivos arquitectónicos de las haciendas novohispanas, pasando por las nuevas
tendencias de la vanguardia en Europa. Así, de forma análoga, el espacio está
enraizado en sus orígenes y delineado por sus modelos, pero es también la
erupción de un estilo nunca antes visto (y como una erupción, uno de los
materiales que hacen célebre a la edificación es la piedra volcánica). Lezama
Lima lo consideraría un plutonismo que funde, en una sola cosa, a todos los
fragmentos dispares. Este espacio es el que construiría un rumiante que dilucida
cómo reconciliar a todos los elementos de su formación artística: desde la
estatuilla de Henry Moore del premio Pritzker, hasta las curiosidades que traía
de África. Todo convive en una tensión permanente.
La austeridad de la casa de Barragán está
vinculada perfectamente a sus inquietudes místicas (el visitante atento
encontrará, en uno de los estantes de su enorme biblioteca, propia de un rumiante,
los Ejercicios espirituales de
Loyola). Quizá el espacio más fascinante de la casa sea el cuarto de visitas,
que es casi la habitación de un monje. Barragán pensaba que en esta sección
sólo iba lo necesario: una cama y un buró. Y arriba, una imagen de una Virgen
que vigila al visitante. Las ventanas de este cuarto completamente blanco están
inspiradas en el diseño de las puertas de las caballerizas, aportando no sé qué
sentimiento de nostalgia de la vida rural, de la vida ascética; y así, el
espacio se vuelve eficaz, no sólo para el cuerpo, sino también para, digamos,
el ánima, aturdida por la vida en la gran ciudad.
Dentro de este aparente
minimalismo, la casa está cargada de enigmas, de elementos que ornamentan para
extraviar al espectador. Enormes esferas plateadas que, como espejos convexos,
distorsionan al curioso visitante posado frente a ellas, establecen un juego de
ilusiones en el que también participan los enormes muros huecos de la casa y el
uso excesivo de puertas y biombos, así como una gran escalera de madera que no
se usa para subir, sino para poner libros y comer.
Nada nunca se ofrece en
su totalidad, ni siquiera un muro plano o un cuadro monocromático como El mensaje de Goeritz, y ya no digamos
la terraza, que no es para ver el paisaje, sino el cielo: como en contacto
directo, unívoco, con Dios. Todo da la impresión de estar velado, condicionado
por una fuerza suprema que es precisamente la cabeza del artífice. ¿Hacia dónde
mirar cuando todo es mirable? Fascinado
por la naturaleza, que irrumpe agresivamente en el recibidor, solo un enorme ventanal separa el exótico
jardín de la casa, que es también un locus
amoenus: la vegetación incita al desorden. De esa forma entran en choque
dos naturalezas de distinta índole.
Al salir, lo confieso, todos
estos elementos produjeron en mí una fascinación que nunca antes había sentido
por la arquitectura. Un extraño impacto. Sobre todo cuando uno se enfrenta otra
vez al paisaje de la ciudad, configurado por los intereses de unos cuántos, y
valora enormemente esa hora y media gastada en el entorno de un artista tan
peculiar, tan imposible de describir, tan lleno de contradicciones.
*Cita extraída del texto de José María Buendía Júlbez en el catálogo editado por Reverte Ediciones en 1996.
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