Una
reflexión por Luna Beltrán
Faltan diez minutos para las ocho de la noche; estos
días en la ciudad han sido de un calor asfixiante, sin embargo una de las ventajas del CNA es la vasta
vegetación que evita sentir la lengua sudorosa del aire por todo el cuerpo.
Desde hace semanas se ha anunciado esta obra: Xochicuicatl cuecuechtli o el canto florido de travesuras. El
teatro esta a la altura del nombre, el personal está bien vestido, peinado,
huele bien y además te sonríe –algo fuera de lo común en los servicios de
México–, me llevan al lugar me prometen un programa de mano. Espero, miro a
todos los espectadores llegando, la impresionante construcción del teatro, el
techo simula al mar en sus ondas de concreto para engrandecer la acústica. Las
luces, los técnicos y el material del teatro es un sueño para cualquiera que
conozca o ame las artes escénicas. Perfecto. El lugar siempre ayuda al ánimo,
gran parte de los presentes se saludan y los ademanes son tan orgullosos que
podría adivinar que son actores de teatro, tal vez compañeros de carrera, tal
vez familiares de los actores o músicos, tal vez administrativos y comités de
becas. Al fin y al cabo qué importa. Dan la tercera llamada y me acomodo en la
cuarta fila de la orquesta, casi puedo oler los nervios de los ejecutantes.
Tercera llamada. Un silencio deja escuchar la típica tos, el rumorcillo, y el
estornudo. Los instrumentos autóctonos comienzan a sonar, si cierras los ojos
pueden ser gotas, o piedritas que caen del cielo dándose pausas. Al fondo se
ilumina el telón hecho con hojas de elote, puedo sentir ese indigenismo en mi
imaginario, porque mi cara criolla es innegable, sin embargo la idea del arte
prehispánico se dibuja con miles de formas y colores. Un grito, el telón se
abre y un caracol suena. Tres mujeres tiradas en el piso, completamente desnudas
se levantan mostrando una técnica corporal extraordinaria, el cuerpo, en este
punto, es una invitación a la sensación. Volteo a mi alrededor todos los
hombres tienen una concentración casi budista, quieren contener el cuerpo; no
sé si por morbo o no pero es inevitable hacerlo.
Es
increíble que la propuesta de escenificar el Cuicatl (canto) náhuatl haya sido a partir de una interpretación de
un francés (Patrick Johansson en 1946), y claro vista por los estudiosos Ángel María Garibay y Miguel León Portilla; el cuicatl era representado por los
cantores o poetas con fines primordialmente de alabanza a la tierra, a los
dioses y una de las suposiciones es que se ingerían hongos alucinógenos para
alterar el estado de conciencia y acercarse a sus deidades. Una era tan
contraria a la nuestra, en donde las deidades pasan a ser ídolos de carne,
ídolos llenos de nuestros propios símbolos, hombres y mujeres que descansan
sostenidos por nuestros egos. ¿Pero qué tiene que ver esto?
Llevo
más de media hora escuchando una entonación monótona de agudos y bajos, siempre
en el mismo tono; de creer, por un momento que la tensión dramática iba a
aparecer, cuando uno de los personajes masculinos trata de regañar a las
alegradoras por su conducta sexual, parece que los personajes van a
evolucionar, la historia dará un giro pero no lo hace; las alegradoras vuelven
a desnudarse y a seducir al guerrero foráneo. Leo el programa de mano, leo que
las flores son guerreros, que son cantores, que son abstracciones de un mundo
en el que ya no vivimos y tan no lo vivimos que en escena sólo un gesto triste
y obligado de tres mujeres arrastrándose para fornicar a un guerrero que grita.
De cuerpos que seducen con una franqueza que raya en la vulgaridad y un texto
que queda demasiado elevado al acto de la cópula, pues el erotismo tiene la
fuerza en el texto mientras no se alcance el objetivo. El erotismo es
imaginación, es deseo es lo abstracto, es la mano que posee el ojo y sólo puede
acariciar con la mirada.
Los
textos rescatados por Fray Bernardino de Sahagún se mezclan con un albur barato
de chiles, elotes y desnudas gritonas. La sinopsis, el argumento y la historia
del proyecto son mucho más atractivas si las lees, si las vuelves narrativa; no
sé qué pasaría si no se tuviera la explicación poco menos que filosófica de la
"sexualidad prehispánica" y el "erotismo del albur", como
si lo único rescatable después de diez años de investigación –según ellos–
fuera lo pícaro de la mujer. Yo le preguntaría a los investigadores, por qué
basarse en la reinterpretación de nuestros códices hecha por un francés y no
por un mexicano, por qué el abuso de mostrar a la mujer desnuda y casi enferma
de tanto desear al hombre. Por qué una hora seguida de tonos monótonos, de
círculos dramáticos y de acercamiento corporal hacía las artes orientales. Si
lo que querían era reflejar la esencia prehispánica por qué sólo se quedaron en
la superficie del acto sexual como analogía de vida; sexo, sexo, sexo por todas
partes, sexo vacío, buscar el cuerpo por el cuerpo, lo venéreo por lo venéreo,
llenar el vacío con consumismo y coito. Lo único que me queda claro es que lo
posmoderno tiene como hilo conductor las contrariedades humanas. Yo fui de las
que no aplaudió al final, de las que se quedaron con ganas de saber cuánto le
pagan a los músicos, quienes sostienen la obra con sus tambores, el teponaztli
y el huéhuetl. Sin embargo el programa de mano me sigue pareciendo mucho más
pesado y profundo que la obra misma.