miércoles, 10 de junio de 2015

¿La ópera náhuatl?

Una reflexión por Luna Beltrán



Faltan diez minutos para las ocho de la noche; estos días en la ciudad han sido de un calor asfixiante, sin embargo  una de las ventajas del CNA es la vasta vegetación que evita sentir la lengua sudorosa del aire por todo el cuerpo. Desde hace semanas se ha anunciado esta obra: Xochicuicatl cuecuechtli o el canto florido de travesuras. El teatro esta a la altura del nombre, el personal está bien vestido, peinado, huele bien y además te sonríe –algo fuera de lo común en los servicios de México–, me llevan al lugar me prometen un programa de mano. Espero, miro a todos los espectadores llegando, la impresionante construcción del teatro, el techo simula al mar en sus ondas de concreto para engrandecer la acústica. Las luces, los técnicos y el material del teatro es un sueño para cualquiera que conozca o ame las artes escénicas. Perfecto. El lugar siempre ayuda al ánimo, gran parte de los presentes se saludan y los ademanes son tan orgullosos que podría adivinar que son actores de teatro, tal vez compañeros de carrera, tal vez familiares de los actores o músicos, tal vez administrativos y comités de becas. Al fin y al cabo qué importa. Dan la tercera llamada y me acomodo en la cuarta fila de la orquesta, casi puedo oler los nervios de los ejecutantes. Tercera llamada. Un silencio deja escuchar la típica tos, el rumorcillo, y el estornudo. Los instrumentos autóctonos comienzan a sonar, si cierras los ojos pueden ser gotas, o piedritas que caen del cielo dándose pausas. Al fondo se ilumina el telón hecho con hojas de elote, puedo sentir ese indigenismo en mi imaginario, porque mi cara criolla es innegable, sin embargo la idea del arte prehispánico se dibuja con miles de formas y colores. Un grito, el telón se abre y un caracol suena. Tres mujeres tiradas en el piso, completamente desnudas se levantan mostrando una técnica corporal extraordinaria, el cuerpo, en este punto, es una invitación a la sensación. Volteo a mi alrededor todos los hombres tienen una concentración casi budista, quieren contener el cuerpo; no sé si por morbo o no pero es inevitable hacerlo.
Es increíble que la propuesta de escenificar el Cuicatl (canto) náhuatl haya sido a partir de una interpretación de un francés (Patrick Johansson en 1946), y claro vista por los estudiosos Ángel María Garibay y Miguel León Portilla; el cuicatl era representado por los cantores o poetas con fines primordialmente de alabanza a la tierra, a los dioses y una de las suposiciones es que se ingerían hongos alucinógenos para alterar el estado de conciencia y acercarse a sus deidades. Una era tan contraria a la nuestra, en donde las deidades pasan a ser ídolos de carne, ídolos llenos de nuestros propios símbolos, hombres y mujeres que descansan sostenidos por nuestros egos. ¿Pero qué tiene que ver esto?


Llevo más de media hora escuchando una entonación monótona de agudos y bajos, siempre en el mismo tono; de creer, por un momento que la tensión dramática iba a aparecer, cuando uno de los personajes masculinos trata de regañar a las alegradoras por su conducta sexual, parece que los personajes van a evolucionar, la historia dará un giro pero no lo hace; las alegradoras vuelven a desnudarse y a seducir al guerrero foráneo. Leo el programa de mano, leo que las flores son guerreros, que son cantores, que son abstracciones de un mundo en el que ya no vivimos y tan no lo vivimos que en escena sólo un gesto triste y obligado de tres mujeres arrastrándose para fornicar a un guerrero que grita. De cuerpos que seducen con una franqueza que raya en la vulgaridad y un texto que queda demasiado elevado al acto de la cópula, pues el erotismo tiene la fuerza en el texto mientras no se alcance el objetivo. El erotismo es imaginación, es deseo es lo abstracto, es la mano que posee el ojo y sólo puede acariciar con la mirada.

Los textos rescatados por Fray Bernardino de Sahagún se mezclan con un albur barato de chiles, elotes y desnudas gritonas. La sinopsis, el argumento y la historia del proyecto son mucho más atractivas si las lees, si las vuelves narrativa; no sé qué pasaría si no se tuviera la explicación poco menos que filosófica de la "sexualidad prehispánica" y el "erotismo del albur", como si lo único rescatable después de diez años de investigación –según ellos– fuera lo pícaro de la mujer. Yo le preguntaría a los investigadores, por qué basarse en la reinterpretación de nuestros códices hecha por un francés y no por un mexicano, por qué el abuso de mostrar a la mujer desnuda y casi enferma de tanto desear al hombre. Por qué una hora seguida de tonos monótonos, de círculos dramáticos y de acercamiento corporal hacía las artes orientales. Si lo que querían era reflejar la esencia prehispánica por qué sólo se quedaron en la superficie del acto sexual como analogía de vida; sexo, sexo, sexo por todas partes, sexo vacío, buscar el cuerpo por el cuerpo, lo venéreo por lo venéreo, llenar el vacío con consumismo y coito. Lo único que me queda claro es que lo posmoderno tiene como hilo conductor las contrariedades humanas. Yo fui de las que no aplaudió al final, de las que se quedaron con ganas de saber cuánto le pagan a los músicos, quienes sostienen la obra con sus tambores, el teponaztli y el huéhuetl. Sin embargo el programa de mano me sigue pareciendo mucho más pesado y profundo que la obra misma.

Carta de un relojero

Por Juan Tovar

Cuando leas esta carta yo estaré muerto. No temas a la muerte, hijo, es tan sólo una palabra. Todo ser vivo, sin excepción alguna, cumple su ciclo de vida y regresa a su origen: la tierra. Lo esencial es el movimiento y qué haces de tu vida con él. El tiempo no está en los relojes, eso es una falsedad; los relojes miden una perspectiva dominante, imperativa. Te lo dice una persona que dedicó su existencia, sus horas y su empeño en arreglar esas pequeñas maquinarias cuyo origen es milenario. Desde los egicipos hasta los relojes hechos para astronautas, las manecillas ocilan y marcan algo más que "el tiempo". Esta carta no es para persuadirte a continuar el oficio de la familia, que seguro ya conocerás de sobra por las historias de la relojería, sino para compartir contigo la atemporalidad del lenguaje, estas palabras desafían a la física porque en tu mente serán más que un tic-toc, más que movimiento y permanencia, estas palabras son fijas en el papel y mudables en tu mente y aún más mudables conforme crezcas y tu perspectiva cambie. Algunos jóvenes dicen " nunca cambies. Te queremos mil". No escuches esas estupicedes. La escencia de un humano nunca cambia pero sus decisiones sí, su postura y sus acciones también. Cambia, hijo, no seas como el tiempo en la manecillas, un cíclo irreptible de costumbres alienadas, cambia si te lo dicta tu voluntad, cambia porque un hombre madura y debe hacerlo para asumir sus responsabilidades.

Tu bisabuelo, José,  fundó la relojería El minutero  Él llegó de Zacatecas a la ciudad de México en 1920, año en el que murió Carrazna. Aún reinaba la inestabilidad, pero en la ciudad eso abría paso a oportunidades; muchos dueños vendieron sus locales, y tu bisabuelo compró uno  en la plaza de Santo Domingo, sin embargo, decidió  inaugurar la relojería dos años después de la compra: esperó  a que los conflictos se apaciguaran y hubiera mayor estabilidad económica. Al inicio el negocio prosperaba; la gente llevaba a arreglar sus despertadores, sus relojes de bolsillo, todos los modelos aún eran mecánicos, en concecuencia,  el trabajo del relojero se susutentaba en la minuciosidad, en el pulso inclemente. Y  lo más importante: para arreglar un reloj, el tiempo exige su propio resultado: tiempo; pide al relojero vigilar los metales del segundo para darle a cambio la puntualidad de la muerte. 
Los relojes de esos años eran bellos pero frágiles, cada pieza dominaba su porción de lugar, y sólo al abrir el reloj conocías su verdadero aroma, y por ende, un fragmento de su alma. Pero a mediados de los años setenta llegó a México el mecanismo de cuarzo; una maravilla y una amenaza.. Sus piezas requerían menos cuidado y antención; el cuarzo le brindaba estabilidad y precisión al pulso. Muchos negocios sufrieron bajas permanentes; otros, quebraron.
Afortunadamente tu bisabuelo fue un hombre prevendio y cuidó muy bien a su clientela, eso salvó por un tiempo El minutero. Cuando murió tu bisabuelo, mi padre admistró el negocio. Me enseñó el oficio. Un viernes en la noche se sirvió un mezcal, acababamos de cerrar el negocio, le dio fondo a su caballito y me dijo: Hijo, la cosa está que arde, stá cabrón. Vamos a vender el negocio, pero la buena es que encontré un local en el mercado de portales. Mudamos El minutero.Y continuamos sin complicaciones hasta la crisis financiera del 94, es añó, quebramos y tuvimos que cerrar.Aún así, sobrellevamos la caída y levantamos otra Joyería, La manecilla.

Los gabachos dicen que el tiempo es dinero, sin embargo, el dinero jamás será tiempo.  El mundo que vivimos está fragmentado. Desde los campos profesionales hasta las formas más superfluas de vivir la vida, el internet ha sido el avance más importante de los últimos dos siglos, ha revolucionado el concepto de realidad y comunicación . El tiempo se ha convertido el dictador de la era; al menos en la ciudad, la mayoría de las personas ignoran al hombre que va a su lado, sus compromisos los consumen, el abismo de la comunicación es una paradoja, es más que el tiempo porque el hombre lo que prentende es prolongar su existencia hasta fatigar su nombre, vivir más y morir menos, dejar huella a costa de la dignidad, de los valores y la ética. Dejar huella segundo a segundo, sin importar qué. El tiempo se deforma y se convierte en el consumo. Los relojes que arreglaba no medían el tiempo, medían las palabras, los actos y algo más que nunca pude descifrar. 
Cuida de tu madre, hijo. Juega con el movimiento, disfrútalo, hazlo memoria y pulso.

Aniversario Farabeuf. Conferencias COLMEX

Por Juan Tovar

El miércoles 20 de Mayo, el Colegio de México (COLMEX) celebró el ciencuenta aniversario de la publicación de Farabeuf, obra que ubicó a Salvador Elizondo entre los mejores prosistas de hispanoamércia. Por medio de las voces de varios especialistas se profundizó en diversos temas presentes en la obra como la memoria, los espejos, la autobiografía, la balística, entre otras. Estas posturas invitan a redescubrir los ángulos de una prosa abundante, oscura, que incluso a causado temor a los lectores. Sin lugar a dudas el erotismo fue otro tema relevante durante las conferencias. Al leer Farabeuf uno puede experimentar la sesación de que la voz brota de una profundidad inédita e impersonal. Con este breve artículo los invito a releer o a leer por primera vez una historia donde el lenguaje es un asidero que revela multiples aristas: lucidez y violencia, instrospección y tiempo.
Tengo la mayoría de la confeencias grabadas y aún no están en la web. Si están interesados favor de contactarme a mi correo: juantovar899@gmail.com

Unipersonal: el taller sin ego

Reflexión sobre el trabajo actoral y casi esquizoide.
Luna Beltrán







El unipersonal es una de las  propuestas más utilizadas en estos tiempo, ya que la dirección, dramaturgia y producción dependen de una sola persona y por ende todos los procesos burocráticos y sociales son tan pocos que dan más espacio para la creación y el desarrollo de la escena.
Hay un personaje en escena, el exterior lo modifica y codifica según las pistas que vaya creando; Patrice Pavis, profesor en teatro, afirma que la situación del personaje está congelada pero eso no implica que el monólogo necesite siempre de la voz del interlocutor. Es decir las historias se pueden crear a partir de las reacciones del mismo actor o actriz que las desempeña. Esta sería una voz silenciosa, no de respuestas inmediatas sino de sugestiones en la psique y la imaginación a mediano y largo plazo. La actriz Beatriz Trastoy insiste en que el monólogo no es una palabra autoritaria ni una visión cerrada de un personaje sino el resultado del hecho teatral, donde el diálogo se da a partir de la experiencia que el público ve en escena y lo incita a opinar, recordar, afirmar o negar. Nace el convivio, porque como dice mi maestro Adrián Vázquez (actor profesional, egresado de la Universidad Veracruzana), que el teatro es una cuestión de equipo, de responsabilidad y apertura.


Hace varias semanas comenzamos el taller de creación de unipersonales; diecinueve actores compartiendo el espacio, el trabajo y las ideas. La transición ha sido efectiva, comenzamos conociendo el trabajo en equipo, entendiendo que, aunque como actores, trabajemos solos en monólogos o unipersonales sigue existiendo un equipo: tramoya, taquilla, yo y mis personajes, a quienes debo de darles un espacio congruente y respetar, como dice el profesor, la idea de que ellos tienen la razón y no yo. Este pensamiento nos obliga a habitar con el otro, al principio es difícil porque cada quien trae una ideología, un temperamento, una forma de ser e intereses diversos, sin embargo al llegar al aula todo aquello se deja en la puerta y nos volvemos seres neutros –qué enriquecedora sería la vida si dejáramos los prejuicios a un lado–.  En el teatro no tenemos opción si es que queremos hacer una buena obra, un personaje extraordinario y un dialogo efectivo.
El desarrollo de estas ideas a lo largo del curso ha sido efectivo, entiendo a profundidad el concepto del teatro, la importancia del mismo y también la dificultad de la lejanía con el público. Nos formamos como actores entrenados en plena conjunción de mente y cuerpo, y aunque suene sencillo e idílico es muchísimo más complejo pues solemos sólo dar importancia a una de estas dos. Un día comenzamos a caminar con diferentes sensaciones, yo elegí caminar sobre nubes, mi cuerpo comenzó a ser más ligero, los pies más suaves, las manos oscilaban de lado a lado y el cuerpo obsequió un sonido, éste se volvió una vocal, después una palabra, después una frase: nació la voz. El cuerpo se había transformado en un niño flacucho, la respiración era suave y de pronto cortada. El bosquejo de un personaje, al rededor de mi los compañeros ya no eran ellos, el cuerpo se confundía tratando de encontrar este nuevo ser, dando a luz un personaje, camuflajeándose, volviéndose invisibles.
Mauricio Dayub, actor y director argentino, afirma que los unipersonales son muy exigentes, sin embargo es una de las opciones de explotar a totalidad el oficio de ser actor, pues permite al ejecutante usar todas las herramientas y conocer nuevas para servir al mensaje, no demostrar o regalar la información. Por otro lado Ana Acosta, humorista y actriz, lo más importante de todo es trabajar la voz y la postura corporal; Savignone entrena diariamente, obligándose a un sobresfuerzo para luego domesticar la energía, y llenar la exigencia de estar toda la obra con energía viva, palpitando el personaje.
El unipersonal nos brinda un auto conocimiento impresionante, pues estamos solos pero a la vez acompañados y todo lo que se crea nace de nosotros, el actor trasciende el espacio presente y crea una poética teatral, pues establece su propia perspectiva y elaboración de un sistema para conocer o acercarnos a la obra que vemos en escena. Hay quienes ven a los actores como mediums ya que interpretan la energía o la idea y la transforman en un hecho vivo. Es imposible no sentir la euforia actoral al realizar estos ejercicios donde sólo dependes de la palabra, de la validación de tus compañeros y el manejo de tu cuerpo y mente. Estas solo pero acompañado.

Después de leer las opiniones de varios actores, de ver obras de teatro, películas, monólogos, etc. El unipersonal atrae de una manera atroz y conforme siguen pasando los días la creatividad se abre, el cuerpo comienza a trazar su partitura y desde él escribimos la acción, la mente interviene, sí, pero es domada por el movimiento, por el trabajo en equipo, el análisis de cada matiz del ejercicio actoral. De cada gesto que va creando un lenguaje, de cada regla, poco a poco convertida en sistema, en poética. Entender el trabajo del actor desde dentro y fuera del escenario; existir, habitar con el otro, habitar nuestros otros y comunicarnos con ellos para llenar el espacio vacío, el silencio atemorizante de aquel monstruo de mil cabezas, mítico y mencionado: el público.








Crónica de un metro



Por Juan Tovar

El camión ha llegado a la base Taxqueña. Con sus boletos en la mano, las personas al frente de mí bajaron corriendo; en las grandes urbes los prevenidos cuentan por dos hasta que se los come la ciudad. La gente transita entre los puestos del mercado, algunos, seducidos por la piratería, no esperan para gastar en cualquier bagatela. Los alrededores del metro se han convertido en una zona comercial donde los bajos precios prenden a los usuarios a comprar bolsas de botana a cinco pesos, cocteles de fruta a diez, audífonos Zony a veinte y audífonos Sony a cincuenta, cargadores para celulares desde el más corriente hasta el del iphone, vaya, hasta encuentras ropa interior con su característico sello universal: la unitalla. No importa si eres gordo, flaco, si estás por dar el botonazo o se te resbalan los pantalones, afuera del metro hay un puesto que respalda tu integridad ante cualquier emergencia. El comercio exacerbado en estas zonas refleja circunstancias que pueden interpretarse de distintas formas: los pilares de la economía en Tenochtitlan fueron la agricultura y el comercio, ésta a diferencia de aquélla,  ha sufrido graves caídas con las nuevas políticas agrónomas; en cambio, el comercio lo vivimos en todo su esplendor, vivimos la plenitud de su algarabía, disfrutamos sus precios bajos y su cínica ilegalidad, nos encabronamos con él por ser de mala calidad, aunque lo amamos porque nos cuida el bolsillo. Casi diario recorro este camino, los mismos locales, las mismas familias, casi los mismos productos, y sé que en estos trayectos cotidianos puedo encontrar libertad. He notado algunas estrategias de los vendedores. En cualquier descuido, el buen comerciante mexicano, en general,  despliega una técnica de venta bastante efectiva. Primero  anula tu voluntad  valiéndose de una verborrea inusitada. Advertencia: si te quedas en su puesto más de treinta segundos, lo más probable es que compres cualquier cosa, aunque sean unos chicles; si la técnica de bombardeo verbal no funciona, los bajos precios usualmente hacen el trabajo. Otra famosa técnica de venta es la de circunstancia; funciona algo así. Vas camino a la taquilla y estás discutiendo con tu novia, el vendedor te escucha, sabe que traes un problema, entonces si te detienes frente a su negocio, intenta convencerte de que le compres unas flores a la novia: Mire joven pa’ que se le baje a la princesa, va ver que con esto hasta cariñitos le va a hacer. El vendedor es águila y chacal, ángel de ocasión o penitencia inadvertida.


 
Una vez que atravieso aquella trinchera mercantil. Me dirijo a la taquilla del metro. Nunca dejaré de preguntarme quién habrá sido el genio que puso las escaleras eléctricas justo donde se "organiza" la fila para comprar los boletos. "Hay que se hagan bolas", pensó aquel genio, tal vez ingeniero, tal vez “ingeniero” y amigo del amigo. Atravieso el pasaje para llegar a los torniquetes, algunas personas piden dinero: los mismos rostros, piensan los usuarios, las mismas monedas, piensa la mano que se alza. ¿A quién le ayudará más un peso: al señor  sin pierna, o a la mujer con un niño entre los brazos?  

Estoy frente a los torniquetes; detrás de mí, el absurdo: me refiero al lector de rayos X  que aparentemente cumple su objetivo, cabe aclarar un cambio en sus funciones: ahora es un objeto decorativo, un agregado cuya única función es la de muchos objetos en la ciudad: una y ninguna. ¿Cuál es el procedimiento de seguridad?  Haz como si el detector funcionara y lanza un grito: “Mochilas en el detector, mochilas en el detector”, pero a nadie  le importa. Ya compré mi boleto y no quiero usarlo; desde el aumento del precio me da coraje ver como la maquina se traga el boletito con singular alegría. En algunas terminales es difícil brincarse los torniquetes, en otras (como Indios Verdes o CU) es sencillo si uno sabe esperar el momento oportuno. Ojalá todos se lo brincaran por inconformidad no por borregos, ojalá el poli vaya al baño o que lo distraiga alguna viejita y así me lo brinco sin problemas. Desilusión, escucho una vez más el sonido del torniquete devorando mi cotidianeidad en un papel. Dice el dicho que “para uno que madruga hay otro que se duerme”. Pues en el metro sería así: para uno que empuja hay otro que lo empuja, para uno que codea hay otro que taclea. Una vez vi una entrevista de Monsiváis donde decía que las horas pico del metro aumentan sin piedad; ahora que tengo la axila de un hombre casi ligada a mi rostro y la bocina del vendedor masajeando mi espalda, digo, oh Monsi, profeta del urbe, te llenaste la boca de razón; ni Dante imaginó un inframundo como éste. Si Víctor Hugo hubiera escrito Los miserables en el D.F., Javert se tomaría una chela patrocinada por unas mordidas y Fantine sería Jenifer (sospechosamente Raúl) afuera del metro Chabacano.


Aquí la ficción es puro cuento o unas fábulas de Esopo por diez varos, o bien si lo prefieres, buen lector, algo de Cohelo o John Green. Así paso de estación a estación. Estoy y no sobre avenida Tlalpan; algunas personas se miran, hay disgusto, risas, ruidos, olores. Entra un sujeto trajeado, usa una loción de maderas y cítricos; qué lástima, pienso, el vagón es una olla y nosotros un platillo bañado en su jugo. Me aferro al tubo, como si viniera de un abolengo de tableleros, como si me fueran a dar  la medalla de oro al mejor agarre de la línea 2. Cuando el metro frena y arranca abruptamente, me imagino que estoy en la película La venganza del conductor de metro II, última parada. Miro el mapa de la línea: una vez leí que Michel Buttor se sorprendió mucho al ver que los diseños gráficos de las estaciones son dibujos que remiten geográfica o históricamente al nombre éstas. Resulta imposible no tomar en cuenta las pequeñas y valiosas iconografías de cada línea, trabajo realizado por artista Lance Wyman. 


Esta es mi parada (sin albur).Ahora salgo de la matriz a la calle, del huevo a la intemperie. Respiro este aire frescamente contaminado. Los vagones siguen su rumbo. El metro es el corazón de la ciudad, sin él, colapsaría la movilidad y la fluidez del D.F. Y no olvido que yo soy de esos que diario van al coliseo bajo tierra, de esos que les molesta cuando la gente se queda parada a la mitad de la puerta, de esos que se les pega el “de a cinco varos” en vez “de cinco”. Yo soy uno de esos cinco millones que cada día aborda este inframundo chilango, y a veces creo que Virgilio me espera, por ahí…en alguna estación.
   

La depresión: compañera fiel




Abraham Miguel Domínguez


Abro los ojos y veo que la luz del sol atraviesa las cortinas. Ya ha amanecido, me digo, es momento de empezar el día. Una duda me inquieta: ¿qué hora será? No es la primera vez que me quedo dormido sin escuchar el despertador de mi celular. Busco el pequeño aparato que se me ha vuelto inseparable y veo la hora: 11:00 de la mañana. Maldición, me he quedado dormido. Entonces quiero levantarme y me cuerpo se niega a hacerlo. Es casi como si hablara en una voz tenue, pero insistente. ¿Para qué te vas a levantar?, parece que me dice. Y un cuestionamiento lleva a otro: ¿Si estás consciente que no tienes mucho qué hacer? ¿Que el día traerá lo mismo y que no habrá sorpresas? ¿Que no tiene caso estudiar ni trabajar porque el destino final de todo es la muerte? ¿Que no sirve de nada estudiar literatura? ¿Que la soledad es inevitable? ¿Que, quizás, a nadie le interesas en el fondo?
           
Con una fuerza descomunal, obtenida de años de práctica, logro salir de la cama. Pongo música alegre mientras me baño y me arreglo para empezar ese día del cual ya he perdido la mitad, pero los acordes de esas melodías destinadas a sonar positivas, me irritan, no las soporto. Escuchar música un poco más triste es la opción, las notas melancólicas me entienden y siento su abrazo.
            Sé que el sentimiento derrotado que me acompaña no se irá tan fácil. Salgo a la calle y todo me irrita: la gente, el clima (que cuando se presenta nublado no coopera con mi situación) y las obligaciones. No soporto que nadie me toque. Hasta que de pronto, siento una opresión en el pecho, un espasmo que me inunda el cuerpo. Un posible ataque de pánico ha llegado. Y los pensamientos negativos que tuve en mi cama regresan acompañados de otros nuevos. Fatalidad, muerte, soledad, ganas de desaparecer. Sin embargo, a pesar de todo, sigo adelante, porque la vida es para vivirla.  
A veces, cuando me adentro en esas ideas, me duelen las plantas de los pies, no sé por qué.
            El sol cae y llega la noche. Pareciera que el manto oscuro del cielo incrementa mi pesar. A tal punto que no puedo pensar con claridad, olvido pendientes importantes o nombres de personas muy cercanas y, muchas veces, ni siquiera puedo pronunciar bien las palabras para sostener una conversación.
            Cuando logro llegar a mi cama y recostarme después de este día terrible, me hundo entre las sábanas y rezo. A veces obtengo consuelo, a veces no. Y pido porque el sentimiento de desesperanza que me habita, a la mañana siguiente, ya haya desaparecido. Porque sé que me puede durar semanas enteras (hubo una etapa en mi vida en que duré seis meses así) o sólo un par de noches. Y porque la depresión así es. Se trata de una amiga fiel al extremo. Nunca me deja solo y espera en la esquina de mi cama cualquier oportunidad para visitarme.
            Según la Organización Mundial de la Salud, la depresión es “la enfermedad del siglo”. Más de 350 millones de personas en el mundo padecen este mal cuya denominación se ha ido transformando a lo largo de la historia de la humanidad. Se le ha llamado melancolía, tristeza o hasta, descaradamente, falta de oficio.
            Prácticamente todos los seres humanos vivimos periodos de depresión a lo largo de nuestra vida. Es inevitable que bajo el efecto de episodios desgarradores la mente se someta a estados de tristeza profunda que duran un determinado periodo de tiempo. Es el tema de la pérdida, por ejemplo, uno de los principales detonadores de la depresión, a la cual podemos definir como un estado temporal de desdicha y melancolía. Divorcios, la muerte de los padres, rupturas amorosas o decepciones son armas poderosas para aventar a cualquiera en un estado depresivo.
            No obstante, muchas ocasiones la depresión se convierte en un periodo recurrente y la causa detonadora parece no ser clara. El estado deja de ser una simple tristeza y se convierte en un periodo lleno de dolor,  de angustia interminable, de miedo al mundo. Se pueden pasar semanas, meses o años en ese abismo. Es ahí cuando, muy probablemente, se pueda hablar de una depresión a nivel crónico.
            La historia de la depresión es de locura. Durante el siglo XIX era un estado que se relacionaba con la genialidad. Aquellos visitados por la reina melancólica, como la llama el escritor Vicente Quirarte, también depresivo crónico,  eran considerados sublimes y aptos para estados creativos superiores. Ya la llegada del siglo XX cambió la concepción. La depresión era un estado que debía combatirse a como diera lugar. En ese afán, se experimentó con tratamientos terribles, como la terapia electroconvulsiva (electroshocks). Y más que lograr entender al depresivo, se le fue posicionando como un demente.
            La realidad del asunto es que la depresión crónica es una enfermedad tan clínica como lo es la diabetes. Necesita ser detectada por un especialista y requiere un tratamiento específico, lo cual vislumbra un poco de esperanza: aunque regrese de vez en cuando, se puede vivir con ella de manera más o menos estable.
            La enfermedad no tiene barreras. La viven tanto adultos como niños o jóvenes. Adrián, universitario de veinticinco años, dice que su depresión es tan crónica que no puede prescindir de los medicamentos y de su terapia. Son las únicas maneras en que puede lograr cierta paz en su día a día. Con una depresión diagnosticada desde los dieciocho años, sus estados depresivos son de tal peligro que lo pueden conducir a la muerte. “Pienso que no valgo nada y que es mejor morir joven a soportar la vida, que es muy terrible”, dice Adrián. Dejar de tomar su medicamento es una gran forma de darle la bienvenida a la enfermedad. Cuando se da cuenta que se la ha terminado el medicamento, sufre de angustia, ya que se trata de medicinas caras. “Sé que es cuestión momentánea en que el trastorno llegue”, dice.
           
Para Alberto, doctor en letras, el trastorno es diferente. Él no toma medicamentos de forma constante, únicamente cuando cae en el estado depresivo. Su caso es interesante porque arroja la posibilidad de que la depresión sea hereditaria, ya que su familia siempre ha sufrido la enfermedad. Su padre, por ejemplo, murió presa de un suicidio ocasionado por una depresión terrible.  “La conozco muy bien. Sé cuándo va a llegar. Entonces lo que hago es casi casi sentarme a esperarla, porque no hay mucho que hacer ante su llegada, sólo soportarla”.
            En el libro Los demonios de la depresión, la escritora mexicana Anamari Gomís hace un recorrido sobre su historia como depresiva crónica. Gomís dice que sí se puede vivir con la depresión, bajo el efecto de los medicamentos y de un tratamiento psiquiátrico adecuado, pero eso no significa que el trastorno se vaya.  “…Es como una montaña rusa: a ratos se inclina velozmente, otras se sosiega y otras arranca y se detiene en un punto, dispuesta a lanzarse a toda marcha hacia adelante. Convivo con ella y no me queda más que reconocerla todas las veces que se asoma. ¿Qué la llama y que la produce? La vida y los avatares”.
            Para la doctora Patricia Ramírez, los orígenes de la depresión son difíciles de ubicar; sin embargo, existe una constante en casi todos aquellos que la sufren. Se trata de personalidades muy sensibles y que tienden a la nostalgia. Por decirlo de otra manera, es gente que piensa mucho en el pasado y que son afectados por sucesos de la vida cotidiana. No es gratuito, entonces, ver la cantidad de gente dedicada al arte que ha sufrido por depresión, como músicos y escritores. Pienso en Thomas Mann o en Virginia Woolf, famosos por sus estados melancólicos mal tratados.  
            Un trastorno depresivo que no es tratado como debe ser puede ocasionar desde ataques de ansiedad tremendos, alucinaciones, estados de locura severos o hasta la propia muerte. El gran escritor mexicano Salvador Elizondo sufría de depresión. En su espléndida biografía precoz, narra el periodo de su vida en la que fue internado para una terapia de electroshocks. Además de presentare como un suceso terrible, Elizondo lanza un cuestionamiento al proponer que los locos son tratados como dementes, cuando en realidad, en el fondo, son los más inteligentes y agudos para observar la realidad. Eso los vuelve depresivos, eso los vuelve locos.  
            Lo que Elizondo dice es brutal. Es casi afirmar que la gente que es arrogada a los estados depresivos severos es porque han descubierto que la vida es temible. El pensamiento de que la existencia es un campo de concentración lleno de horror es recurrente en los que sufren depresión crónica. El talante para soportar las desdichas y decepciones del día a día se pierde y no se puede combatir.
            Lo que se debe hacer, entonces, es recuperar la fortaleza para enfrentar la vida con sus ventajas y desventajas. Existen muchas terapias para pelear el síndrome, aunque parece ser inevitable que alguien que sufre de manera crónica recurra a los medicamentos.
            Quien escribe estas líneas se ha negado a dar el paso a la terapia psiquiátrica. El motivo es quizás el temor a cruzar una línea de la cual puede no haber regreso. He recurrido a diferentes herramientas para combatir mi estado depresivo, el cual, como pasa en la mayoría de los que lo sufren,  va y viene a su antojo. Sirve de mucho rodearse de gente positiva, hacer ejercicio y enfocar la vida en actividades placenteras. En mi caso, conservo un círculo de amigos muy pequeño, realizo sesiones de ejercicio penosamente largas, cuido mi alimentación y trato de ocupar mi tiempo en actividades que me llenan de gozo, como la música, la lectura y la propia escritura.

            La vida es peligrosa, un animal temible que siempre muerde en momentos inesperados. De esto estamos concientes todos aquellos que sufrimos de depresión. Lo que hacemos para salir adelante es maquillar un poco la existencia, hacerla parecer linda y llena de felicidad, aunque sabemos que, en el fondo, es un abismo.