miércoles, 10 de junio de 2015

La depresión: compañera fiel




Abraham Miguel Domínguez


Abro los ojos y veo que la luz del sol atraviesa las cortinas. Ya ha amanecido, me digo, es momento de empezar el día. Una duda me inquieta: ¿qué hora será? No es la primera vez que me quedo dormido sin escuchar el despertador de mi celular. Busco el pequeño aparato que se me ha vuelto inseparable y veo la hora: 11:00 de la mañana. Maldición, me he quedado dormido. Entonces quiero levantarme y me cuerpo se niega a hacerlo. Es casi como si hablara en una voz tenue, pero insistente. ¿Para qué te vas a levantar?, parece que me dice. Y un cuestionamiento lleva a otro: ¿Si estás consciente que no tienes mucho qué hacer? ¿Que el día traerá lo mismo y que no habrá sorpresas? ¿Que no tiene caso estudiar ni trabajar porque el destino final de todo es la muerte? ¿Que no sirve de nada estudiar literatura? ¿Que la soledad es inevitable? ¿Que, quizás, a nadie le interesas en el fondo?
           
Con una fuerza descomunal, obtenida de años de práctica, logro salir de la cama. Pongo música alegre mientras me baño y me arreglo para empezar ese día del cual ya he perdido la mitad, pero los acordes de esas melodías destinadas a sonar positivas, me irritan, no las soporto. Escuchar música un poco más triste es la opción, las notas melancólicas me entienden y siento su abrazo.
            Sé que el sentimiento derrotado que me acompaña no se irá tan fácil. Salgo a la calle y todo me irrita: la gente, el clima (que cuando se presenta nublado no coopera con mi situación) y las obligaciones. No soporto que nadie me toque. Hasta que de pronto, siento una opresión en el pecho, un espasmo que me inunda el cuerpo. Un posible ataque de pánico ha llegado. Y los pensamientos negativos que tuve en mi cama regresan acompañados de otros nuevos. Fatalidad, muerte, soledad, ganas de desaparecer. Sin embargo, a pesar de todo, sigo adelante, porque la vida es para vivirla.  
A veces, cuando me adentro en esas ideas, me duelen las plantas de los pies, no sé por qué.
            El sol cae y llega la noche. Pareciera que el manto oscuro del cielo incrementa mi pesar. A tal punto que no puedo pensar con claridad, olvido pendientes importantes o nombres de personas muy cercanas y, muchas veces, ni siquiera puedo pronunciar bien las palabras para sostener una conversación.
            Cuando logro llegar a mi cama y recostarme después de este día terrible, me hundo entre las sábanas y rezo. A veces obtengo consuelo, a veces no. Y pido porque el sentimiento de desesperanza que me habita, a la mañana siguiente, ya haya desaparecido. Porque sé que me puede durar semanas enteras (hubo una etapa en mi vida en que duré seis meses así) o sólo un par de noches. Y porque la depresión así es. Se trata de una amiga fiel al extremo. Nunca me deja solo y espera en la esquina de mi cama cualquier oportunidad para visitarme.
            Según la Organización Mundial de la Salud, la depresión es “la enfermedad del siglo”. Más de 350 millones de personas en el mundo padecen este mal cuya denominación se ha ido transformando a lo largo de la historia de la humanidad. Se le ha llamado melancolía, tristeza o hasta, descaradamente, falta de oficio.
            Prácticamente todos los seres humanos vivimos periodos de depresión a lo largo de nuestra vida. Es inevitable que bajo el efecto de episodios desgarradores la mente se someta a estados de tristeza profunda que duran un determinado periodo de tiempo. Es el tema de la pérdida, por ejemplo, uno de los principales detonadores de la depresión, a la cual podemos definir como un estado temporal de desdicha y melancolía. Divorcios, la muerte de los padres, rupturas amorosas o decepciones son armas poderosas para aventar a cualquiera en un estado depresivo.
            No obstante, muchas ocasiones la depresión se convierte en un periodo recurrente y la causa detonadora parece no ser clara. El estado deja de ser una simple tristeza y se convierte en un periodo lleno de dolor,  de angustia interminable, de miedo al mundo. Se pueden pasar semanas, meses o años en ese abismo. Es ahí cuando, muy probablemente, se pueda hablar de una depresión a nivel crónico.
            La historia de la depresión es de locura. Durante el siglo XIX era un estado que se relacionaba con la genialidad. Aquellos visitados por la reina melancólica, como la llama el escritor Vicente Quirarte, también depresivo crónico,  eran considerados sublimes y aptos para estados creativos superiores. Ya la llegada del siglo XX cambió la concepción. La depresión era un estado que debía combatirse a como diera lugar. En ese afán, se experimentó con tratamientos terribles, como la terapia electroconvulsiva (electroshocks). Y más que lograr entender al depresivo, se le fue posicionando como un demente.
            La realidad del asunto es que la depresión crónica es una enfermedad tan clínica como lo es la diabetes. Necesita ser detectada por un especialista y requiere un tratamiento específico, lo cual vislumbra un poco de esperanza: aunque regrese de vez en cuando, se puede vivir con ella de manera más o menos estable.
            La enfermedad no tiene barreras. La viven tanto adultos como niños o jóvenes. Adrián, universitario de veinticinco años, dice que su depresión es tan crónica que no puede prescindir de los medicamentos y de su terapia. Son las únicas maneras en que puede lograr cierta paz en su día a día. Con una depresión diagnosticada desde los dieciocho años, sus estados depresivos son de tal peligro que lo pueden conducir a la muerte. “Pienso que no valgo nada y que es mejor morir joven a soportar la vida, que es muy terrible”, dice Adrián. Dejar de tomar su medicamento es una gran forma de darle la bienvenida a la enfermedad. Cuando se da cuenta que se la ha terminado el medicamento, sufre de angustia, ya que se trata de medicinas caras. “Sé que es cuestión momentánea en que el trastorno llegue”, dice.
           
Para Alberto, doctor en letras, el trastorno es diferente. Él no toma medicamentos de forma constante, únicamente cuando cae en el estado depresivo. Su caso es interesante porque arroja la posibilidad de que la depresión sea hereditaria, ya que su familia siempre ha sufrido la enfermedad. Su padre, por ejemplo, murió presa de un suicidio ocasionado por una depresión terrible.  “La conozco muy bien. Sé cuándo va a llegar. Entonces lo que hago es casi casi sentarme a esperarla, porque no hay mucho que hacer ante su llegada, sólo soportarla”.
            En el libro Los demonios de la depresión, la escritora mexicana Anamari Gomís hace un recorrido sobre su historia como depresiva crónica. Gomís dice que sí se puede vivir con la depresión, bajo el efecto de los medicamentos y de un tratamiento psiquiátrico adecuado, pero eso no significa que el trastorno se vaya.  “…Es como una montaña rusa: a ratos se inclina velozmente, otras se sosiega y otras arranca y se detiene en un punto, dispuesta a lanzarse a toda marcha hacia adelante. Convivo con ella y no me queda más que reconocerla todas las veces que se asoma. ¿Qué la llama y que la produce? La vida y los avatares”.
            Para la doctora Patricia Ramírez, los orígenes de la depresión son difíciles de ubicar; sin embargo, existe una constante en casi todos aquellos que la sufren. Se trata de personalidades muy sensibles y que tienden a la nostalgia. Por decirlo de otra manera, es gente que piensa mucho en el pasado y que son afectados por sucesos de la vida cotidiana. No es gratuito, entonces, ver la cantidad de gente dedicada al arte que ha sufrido por depresión, como músicos y escritores. Pienso en Thomas Mann o en Virginia Woolf, famosos por sus estados melancólicos mal tratados.  
            Un trastorno depresivo que no es tratado como debe ser puede ocasionar desde ataques de ansiedad tremendos, alucinaciones, estados de locura severos o hasta la propia muerte. El gran escritor mexicano Salvador Elizondo sufría de depresión. En su espléndida biografía precoz, narra el periodo de su vida en la que fue internado para una terapia de electroshocks. Además de presentare como un suceso terrible, Elizondo lanza un cuestionamiento al proponer que los locos son tratados como dementes, cuando en realidad, en el fondo, son los más inteligentes y agudos para observar la realidad. Eso los vuelve depresivos, eso los vuelve locos.  
            Lo que Elizondo dice es brutal. Es casi afirmar que la gente que es arrogada a los estados depresivos severos es porque han descubierto que la vida es temible. El pensamiento de que la existencia es un campo de concentración lleno de horror es recurrente en los que sufren depresión crónica. El talante para soportar las desdichas y decepciones del día a día se pierde y no se puede combatir.
            Lo que se debe hacer, entonces, es recuperar la fortaleza para enfrentar la vida con sus ventajas y desventajas. Existen muchas terapias para pelear el síndrome, aunque parece ser inevitable que alguien que sufre de manera crónica recurra a los medicamentos.
            Quien escribe estas líneas se ha negado a dar el paso a la terapia psiquiátrica. El motivo es quizás el temor a cruzar una línea de la cual puede no haber regreso. He recurrido a diferentes herramientas para combatir mi estado depresivo, el cual, como pasa en la mayoría de los que lo sufren,  va y viene a su antojo. Sirve de mucho rodearse de gente positiva, hacer ejercicio y enfocar la vida en actividades placenteras. En mi caso, conservo un círculo de amigos muy pequeño, realizo sesiones de ejercicio penosamente largas, cuido mi alimentación y trato de ocupar mi tiempo en actividades que me llenan de gozo, como la música, la lectura y la propia escritura.

            La vida es peligrosa, un animal temible que siempre muerde en momentos inesperados. De esto estamos concientes todos aquellos que sufrimos de depresión. Lo que hacemos para salir adelante es maquillar un poco la existencia, hacerla parecer linda y llena de felicidad, aunque sabemos que, en el fondo, es un abismo.  

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