Por Juan Tovar
El camión ha llegado a la base Taxqueña. Con sus boletos en la mano, las personas al frente de mí bajaron corriendo; en las grandes urbes los prevenidos cuentan por dos hasta que se los come la ciudad. La gente transita entre los puestos del mercado, algunos, seducidos por la piratería, no esperan para gastar en cualquier bagatela. Los alrededores del metro se han convertido en una zona comercial donde los bajos precios prenden a los usuarios a comprar bolsas de botana a cinco pesos, cocteles de fruta a diez, audífonos Zony a veinte y audífonos Sony a cincuenta, cargadores para celulares desde el más corriente hasta el del iphone, vaya, hasta encuentras ropa interior con su característico sello universal: la unitalla. No importa si eres gordo, flaco, si estás por dar el botonazo o se te resbalan los pantalones, afuera del metro hay un puesto que respalda tu integridad ante cualquier emergencia. El comercio exacerbado en estas zonas refleja circunstancias que pueden interpretarse de distintas formas: los pilares de la economía en Tenochtitlan fueron la agricultura y el comercio, ésta a diferencia de aquélla, ha sufrido graves caídas con las nuevas políticas agrónomas; en cambio, el comercio lo vivimos en todo su esplendor, vivimos la plenitud de su algarabía, disfrutamos sus precios bajos y su cínica ilegalidad, nos encabronamos con él por ser de mala calidad, aunque lo amamos porque nos cuida el bolsillo. Casi diario recorro este camino, los mismos locales, las mismas familias, casi los mismos productos, y sé que en estos trayectos cotidianos puedo encontrar libertad. He notado algunas estrategias de los vendedores. En cualquier descuido, el buen comerciante mexicano, en general, despliega una técnica de venta bastante efectiva. Primero anula tu voluntad valiéndose de una verborrea inusitada. Advertencia: si te quedas en su puesto más de treinta segundos, lo más probable es que compres cualquier cosa, aunque sean unos chicles; si la técnica de bombardeo verbal no funciona, los bajos precios usualmente hacen el trabajo. Otra famosa técnica de venta es la de circunstancia; funciona algo así. Vas camino a la taquilla y estás discutiendo con tu novia, el vendedor te escucha, sabe que traes un problema, entonces si te detienes frente a su negocio, intenta convencerte de que le compres unas flores a la novia: Mire joven pa’ que se le baje a la princesa, va ver que con esto hasta cariñitos le va a hacer. El vendedor es águila y chacal, ángel de ocasión o penitencia inadvertida.
Una vez que atravieso aquella trinchera mercantil. Me dirijo a la taquilla del metro. Nunca dejaré de preguntarme quién habrá sido el genio que puso las escaleras eléctricas justo donde se "organiza" la fila para comprar los boletos. "Hay que se hagan bolas", pensó aquel genio, tal vez ingeniero, tal vez “ingeniero” y amigo del amigo. Atravieso el pasaje para llegar a los torniquetes, algunas personas piden dinero: los mismos rostros, piensan los usuarios, las mismas monedas, piensa la mano que se alza. ¿A quién le ayudará más un peso: al señor sin pierna, o a la mujer con un niño entre los brazos?
Estoy frente a los torniquetes; detrás de mí, el absurdo: me refiero al lector de rayos X que aparentemente cumple su objetivo, cabe aclarar un cambio en sus funciones: ahora es un objeto decorativo, un agregado cuya única función es la de muchos objetos en la ciudad: una y ninguna. ¿Cuál es el procedimiento de seguridad? Haz como si el detector funcionara y lanza un grito: “Mochilas en el detector, mochilas en el detector”, pero a nadie le importa. Ya compré mi boleto y no quiero usarlo; desde el aumento del precio me da coraje ver como la maquina se traga el boletito con singular alegría. En algunas terminales es difícil brincarse los torniquetes, en otras (como Indios Verdes o CU) es sencillo si uno sabe esperar el momento oportuno. Ojalá todos se lo brincaran por inconformidad no por borregos, ojalá el poli vaya al baño o que lo distraiga alguna viejita y así me lo brinco sin problemas. Desilusión, escucho una vez más el sonido del torniquete devorando mi cotidianeidad en un papel. Dice el dicho que “para uno que madruga hay otro que se duerme”. Pues en el metro sería así: para uno que empuja hay otro que lo empuja, para uno que codea hay otro que taclea. Una vez vi una entrevista de Monsiváis donde decía que las horas pico del metro aumentan sin piedad; ahora que tengo la axila de un hombre casi ligada a mi rostro y la bocina del vendedor masajeando mi espalda, digo, oh Monsi, profeta del urbe, te llenaste la boca de razón; ni Dante imaginó un inframundo como éste. Si Víctor Hugo hubiera escrito Los miserables en el D.F., Javert se tomaría una chela patrocinada por unas mordidas y Fantine sería Jenifer (sospechosamente Raúl) afuera del metro Chabacano.
Aquí la ficción es puro cuento o unas fábulas de Esopo por diez varos, o bien si lo prefieres, buen lector, algo de Cohelo o John Green. Así paso de estación a estación. Estoy y no sobre avenida Tlalpan; algunas personas se miran, hay disgusto, risas, ruidos, olores. Entra un sujeto trajeado, usa una loción de maderas y cítricos; qué lástima, pienso, el vagón es una olla y nosotros un platillo bañado en su jugo. Me aferro al tubo, como si viniera de un abolengo de tableleros, como si me fueran a dar la medalla de oro al mejor agarre de la línea 2. Cuando el metro frena y arranca abruptamente, me imagino que estoy en la película La venganza del conductor de metro II, última parada. Miro el mapa de la línea: una vez leí que Michel Buttor se sorprendió mucho al ver que los diseños gráficos de las estaciones son dibujos que remiten geográfica o históricamente al nombre éstas. Resulta imposible no tomar en cuenta las pequeñas y valiosas iconografías de cada línea, trabajo realizado por artista Lance Wyman.
Esta es mi parada (sin albur).Ahora salgo de la matriz a la calle, del huevo a la intemperie. Respiro este aire frescamente contaminado. Los vagones siguen su rumbo. El metro es el corazón de la ciudad, sin él, colapsaría la movilidad y la fluidez del D.F. Y no olvido que yo soy de esos que diario van al coliseo bajo tierra, de esos que les molesta cuando la gente se queda parada a la mitad de la puerta, de esos que se les pega el “de a cinco varos” en vez “de cinco”. Yo soy uno de esos cinco millones que cada día aborda este inframundo chilango, y a veces creo que Virgilio me espera, por ahí…en alguna estación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario